Fase de conflicto en el accidente... Pág 11




4.2.3. FASE DE CONFLICTO:
Comprende el último periodo del desencadenamiento.

4.2.3.1. Área de conflicto: es el lugar en que se puede desarrollar el accidente. Depende de la dirección de los móviles y de la acción evasiva. Puede coincidir con el área de maniobra pero generalmente resulta bastante más reducida.

4.2.3.2. Punto de conflicto o de impacto: es aquel en que se consuma el accidente. Es decir aquel punto en que se produce el primer contacto entre los elementos que intervienen.

4.2.3.3. Zona de impacto: cuando no se puede determinar un punto y corresponde aquella zona en que indubitablemente el hecho se produce.

4.2.3.4. Posición final: Aquella donde se produce realmente la detención después de terminar totalmente el desarrollo del accidente porque aún sobre los vehículos siguen actuando fuerzas de reacción e incluso aquellas derivadas de la propia acción, la detención final y posición en que queda el vehículo no corresponderá jamás, al lugar del impacto y están generalmente fuera de la zona de impacto.

La expresividad y el contagio emocional (26)


Al comienzo de la guerra del Vietnam, un pelotón norteamericano se hallaba agazapado en un arrozal luchando con el Vietcong cuando, de repente, una fila de seis monjes comenzó a caminar por el sendero elevado que separaba un arrozal de otro.

Completamente serenos y ecuánimes, los monjes se dirigían directamente hacia la línea de fuego.

«Caminaban perfectamente en línea recta, sin desviarse a la derecha ni a la izquierda. Fue muy extraño pero nadie les disparó un solo tiro y, después de que hubieran atravesado el sendero, la lucha concluyó ».

El poder del valiente y silencioso desfile de los monjes que apaciguó a los soldados en pleno campo de batalla ilustra uno de los principios fundamentales de la vida social: el hecho de que las emociones son contagiosas.

En cada relación hay un intercambio de estados de ánimo que nos lleva a percibir algunos encuentros como tóxicos y otros, en cambio, como nutritivos. Este intercambio emocional suele discurrir a un nivel tan sutil e imperceptible que la forma en que un vendedor le dé las gracias puede hacerle sentir ignorado, resentido o auténticamente bienvenido y valorado. Nosotros percibimos los sentimientos de los demás como si se tratase de una especie de virus social.

En cada encuentro que sostenemos emitimos señales emocionales y esas señales afectan a las personas que nos rodean. Cuanto más diestros somos socialmente, más control tenemos sobre las señales que emitimos; a fin de cuentas, las reglas de urbanidad son una forma de asegurarnos de que ninguna emoción desbocada dificultará nuestra relación (una regla social que, cuando afecta a las relaciones intimas, resulta sofocante). La inteligencia emocional incluye el dominio de este intercambio; «popular» y «encantador» son términos con los que solemos referirnos a las personas con quienes nos agrada estar porque sus habilidades emocionales nos hacen sentir bien. Las personas que son capaces de ayudar a los demás constituyen una mercancía social especialmente valiosa, son las personas a quienes nos dirigimos cuando tenemos una gran necesidad emocional puesto que, lo queramos o no, cada uno de nosotros forma parte del equipo de herramientas de transformación emocional con que cuentan los demás.

Cuando las personas ven un rostro sonriente o un rostro enojado, la musculatura de su propio rostro tiende a experimentar una transformación sutil en el mismo sentido, el inconsciente reproduce las emociones que ve desplegadas por otra persona a través de un proceso no consciente de imitación de los movimientos que produce su expresión facial, sus gestos, su tono de voz y otros indicadores no verbales de la emoción.

Esta especie de coreografía puede llegar a ser tan sutil que ambas personas que la sincronía parece facilitar la emisión y recepción de estados de ánimo, aunque se trate de estados de ánimo negativos. En resumen, pues, parece que cuanto mayor es el grado de sintonía física existente entre dos personas, mayor es la semejanza entre sus estados de ánimo, sin importar tanto el que éste sea optimista o pesimista.

Hablando en términos generales, podríamos decir que el alto nivel de sincronía de una determinada interacción es un indicador del grado de relación existente entre las personas implicadas.

Ajustar el tono emocional de una determinada interacción constituye, en cierto modo, un signo de control profundo e intimo que condiciona el estado de ánimo de los demás. En lo que se refiere a las relaciones interpersonales, la persona más expresiva —la persona más poderosa— suele ser aquélla cuyas emociones arrastran a la otra. En este sentido, también hay que decir que el elemento dominante de la pareja es el que habla más, mientras que el elemento subordinado es quien más observa el rostro del otro.

Los principios de la inteligencia social (27)


Claudia es tranquila y estudiosa, pero detrás del volante, ella se transforma en el demonio de la velocidad. Hasta donde recuerdo, nunca ha estado en algún accidente grave. Ella ha tenido sólo raspones, pequeños arañazos y abolladuras.

Nunca me gustó acompañar a Claudia en el auto. Viajar con ella es una experiencia de infarto. Un día que tuve que entrar en su coche. Aquel día, Claudia decidió tomar el camino más largo a través de las montañas, porque nuestra ruta normal fue bloqueada. Esa ruta de montaña es más larga, pero probablemente hacíamos el mismo tiempo sentados en el coche esperando en el tráfico congestionado.

Ese camino es muy sinuoso y zigzagueante. Algunas curvas de la carretera se encuentran muy cerca de los bordes del acantilado. Camiones y otros vehículos transitan por ahí debido a su elevado peso que restringe el uso de las vías principales.

Claudia siempre muy veloz pasaba a los coches como si no hubiera el mañana. Pude ver que estaba disfrutando inmensamente y me aseguró que todos sus movimientos estaban fríamente calculados.

Al momento de un rebase, apareció un bus en la curva ciega, en lugar de frenar, Claudia aceleró el coche y fue capaz de meterse en la pequeña distancia entre los autos que iban delante nuestro. Sin embargo el bus volcó, murieron 27 de sus pasajeros.

Las personas cuyas habilidades sociales las convierten en verdaderos camaleones sociales, campeones en causar buena impresión, el tipo de persona cuyo credo psicológico podría resumirse en aquella cita en la que decía que la imagen que tenía de si mismo «es muy distinta de la imagen que trato de crear en la mente de los demás para que puedan quererme». Esta especie de mercantilismo emocional suele ocurrir cuando las habilidades sociales sobrepasan a la capacidad de conocer y admitir los propios sentimientos ya que, para ser querido —o, por lo menos, para gustar—, el camaleón social parece transformarse en lo que quieren aquéllos con quienes está.

Estas personas, en lugar de decir lo que verdaderamente sienten, tratan antes de buscar pistas sobre lo que los demás quieren de ellos. Para llevarse bien y ser queridos por los demás, están dispuestos a ser exageradamente amables hasta con las personas que les desagradan, y suelen utilizar sus habilidades sociales para actuar en función de lo que exijan las diferentes situaciones sociales, de modo que pueden representar personajes muy distintos en función de las personas con quienes se encuentran, cambiando de la sociabilidad más efusiva, pongamos por caso, a la circunspección más reservada.

Existe, no obstante, otro tipo de control de las emociones más decisivo, que permite diferenciar entre los camaleones sociales carentes de centro de gravedad que tratan de impresionar a todo el mundo y aquellos otros que utilizan su destreza social más en consonancia con sus verdaderos sentimientos. Estamos hablando de la integridad, de la capacidad que nos permite actuar según nuestros sentimientos y valores más profundos sin importar las consecuencias sociales, una actitud emocional que puede conducir a provocar una confrontación deliberada para trascender la falsedad y la negación, una forma de clarificación que los camaleones sociales jamás podrán llevar a cabo.


4.3. DESPUES, emergencia y primeros auxilios:


Nuestra colaboración en un accidente puede ser vital para pedir ayuda emergente y para señalizar el peligro, no obstante, se debe tener muy claro lo que puede hacer, cómo hacerlo y qué no debe hacer en ningún caso.

4.3.1. No estorbe, retire su vehículo fuera de la calzada y señalice la emergencia.

4.3.2. Contacto, desconecte el motor del vehículo accidentado y evalúe el estado de sus ocupantes.

4.3.3. Pida ayuda, a través del celular, indicando carretera y punto kilométrico; o bien a través de otros conductores. 

4.3.4. Hable, haga preguntas elementales a los heridos y compruebe si respiran con dificultad.

4.3.5. Sacar a los heridos, en caso de parada cardíaca, riesgo de incendio o atropello, colóquese detrás del herido, introduzca las manos por debajo de las axilas, cójale con una del mentón y sujételo contra su pecho; con la otra tome el antebrazo y tire hacia arriba.

4.3.6. Hemorragias, si es abundante, tapone la herida con su mano o puño, interponiendo un pañuelo hasta que se corte (en lo posible póngase guantes o cubra sus manos).

4.3.7. Posición de defensa, si el herido está inconsciente, debe permanecer en posición de defensa -de lado- para evitar que se asfixie.

4.3.8. Si no respira, eleve su mentón –pero sin mover el cuello- y limpie la boca de cuerpos extraños.

4.3.9. Boca a boca, si no respira y no hay pulso, dé un masaje cardíaco: estire los brazos apoyando las manos sobre el esternón y deje caer con fuerza su peso: alterne 15 compresiones con un boca a boca si actúa solo, o 5 compresiones con un boca a boca si le ayuda alguien.

4.3.10. No lo haga, como norma general, no saque al herido del coche, salvo en los casos señalados; nunca lo transporte en su vehículo; no le dé bebidas, comida, medicamentos ni pomada; si es motorista, no le quite el casco y procure no doblar su eje cabeza –cuello- tronco.

La fuente de la incompetencia social (28)


Yo estaba sentada frente al rojo de un semáforo, repasaba la presentación de mis ventas. Me tomaba mi tiempo, la luz se puso verde. Estaba a punto de pisar el acelerador cuando una camioneta salió volando por mi lado y luego hubo una explosión enorme.

Este señor de la camioneta chocó contra un patrullero que aceleró para tratar de alcanzar a pasar en amarillo. Me asusté realmente, al cabo que podría haber sido yo. Me quedé estática con la boca abierta, mis manos temblorosas, no podía conducir. Todos salieron de sus autos y fueron corriendo a ayudar al señor. El patrullero terminó en el parterre de la avenida.

El pobre señor estaba atrapado en su coche, pero por suerte estaba vivo, había algo de sangre en su brazo. Unos 30 minutos más tarde, llego una ambulancia. Los bomberos ayudaron al señor salir del coche el cual no hacía mas que llorar. Me sentí tan mal por el, lo único que decía era que se trataba de un coche nuevo. La policía sacó a los autos colisionados al lado de la avenida para que pudiera seguir el tráfico en movimiento y tomar declaraciones.

Tuve que esperar casi una hora para dar mis datos a dos policías. Después les di mi versión. Quedé en la espera de que me llamen para atestiguar lo que pasó.

La disemia es la incapacidad para captar los mensajes no verbales, un punto en el que una persona de cada diez suele tener problemas. Este problema puede radicar en ignorar la existencia de un espacio personal (y permanecer, en consecuencia, demasiado cerca de las personas con quienes está hablando e invadir su territorio), en interpretar o utilizar pobremente el lenguaje corporal, en interpretar o utilizar inadecuadamente la expresividad facial (por ejemplo, no mirar a quien se habla) o una prosodia (la cualidad emocional del habla) ciertamente deficiente que les lleva a hablar en un tono demasiado estridente o demasiado monótono. En este sentido se ha investigado mucho sobre personas que muestran signos de deficiencia social, personas cuya inadecuación les hace ser menospreciados o rechazados por sus compañeros.

Es precisamente el riesgo de sentirse odiado, implícita o explícitamente, el que hace que los niños sean especialmente cautos a la hora de aproximarse a un grupo. Y es muy probable que esta ansiedad no sea muy distinta de la que siente el adolescente que se encuentra aislado en medio de una charla que sostienen en una fiesta quienes parecen ser amigos íntimos. Y también es por esto por lo que este momento resulta, de diagnóstico porque revela claramente las diferencias en las habilidades sociales». Lo normal es que los recién llegados comiencen observando lo que ocurre durante un tiempo y que luego pongan en marcha sus estrategias de aproximación, mostrando su asertividad de manera muy discreta. Lo más importante a la hora de determinar si será aceptado o no es su capacidad para comprender el marco de referencia del grupo y para saber qué cosas son aceptables y cuáles se hallan fuera de lugar.

Los dos pecados capitales que suelen despertar el rechazo de los demás son el intento de asumir el mando demasiado pronto y no sintonizar con el marco de referencia. Pero esto es precisamente lo que tienden a hacer las personas impopulares, tratar de cambiar de tema demasiado bruscamente o demasiado pronto, o dar sus opiniones y estar en desacuerdo inmediato con los demás, intentos manifiestos, todos ellos, de llamar la atención y que, paradójicamente, les lleva a ser ignorados o rechazados. En contraste, las personas populares, antes de aproximarse a un grupo suelen dedicarse a observarlo para comprender lo que está ocurriendo y luego hacen algo para ratificar su aceptación, esperando a confirmar su estatus en el grupo antes de tomar la iniciativa de sugerir lo que todos deberían hacer.

El resplandor emocional (29)


Si la capacidad de calmar la inquietud de los demás es una prueba de la destreza social, el hecho de hacerlo en pleno ataque de rabia constituye una auténtica demostración de maestría. Los datos sobre autorregulación de la angustia y contagio emocional sugieren que una estrategia eficaz puede ser la de distraer a la persona airada, empatizar con sus sentimientos y con su perspectiva y luego dirigir su atención a un foco alternativo, uno que le conecte con un campo de sentimientos más positivos.

Una noche Juan volvía a casa en el metro de Tokio cuando entró en el vagón un enorme obrero, belicoso, ebrio y sucio. El hombre, tambaleándose, comenzó a asustar a los pasajeros gritando todo tipo de imprecaciones y empujó a una mujer que llevaba consigo un bebé, lanzándola hacia donde se encontraba una anciana pareja, que entonces se levantaron de golpe y huyeron precipitadamente al otro extremo del vagón. El borracho dio unos cuantos golpes más y en su rabia, cogió una barra de metal que se hallaba en medio del vagón y con un rugido, trató de arrancarla.

En aquel momento Juan, que se hallaba en plenas condiciones físicas debido a su entrenamiento diario de ocho horas de kunfú, se sintió llamado a intervenir antes de que alguien quedara seriamente dañado. Entonces recordó las palabras de su maestro: «el kunfú es el arte de la reconciliación y quien lo considere como una lucha romperá su conexión con el universo. En el mismo momento en que tratas de dominar a los demás estás derrotado. Nosotros estudiamos la forma de resolver los conflictos, no de iniciarlos».

Ciertamente, cuando Juan emprendió su aprendizaje se comprometió con su maestro a no iniciar nunca una pelea y a utilizar este arte marcial sólo como una forma de defensa. Ahora acababa de descubrir una oportunidad para poner a prueba su práctica del kunfú en la vida real, en lo que era un caso claro de legítima defensa. Es por ello que, mientras los demás pasajeros permanecían paralizados en sus asientos, Juan se levantó lenta y deliberadamente.

Al verle, el borracho vociferó:
—¡Ah, un extranjero! ¡Lo que tú necesitas es una lección sobre modales japoneses!— y se dispuso a lanzarse sobre Juan.
Pero cuando estaba a punto de hacerlo alguien gritó en voz muy alta y divertida:
—¡Eh!
El grito mostraba el tono jovial de alguien que había reconocido súbitamente a un querido amigo. El borracho, sorprendido, se dio la vuelta y vio a un diminuto japonés de unos setenta años ataviado con un kimono que permanecía sentado. El anciano sonrió con alegría al borracho y le saludó con un leve movimiento de la mano y un animoso:
—¡Venga aquí!
El borracho se acerco dando zancadas a él preguntando, con un agresivo:
—¿Y por qué diablos debería hablar contigo?

Mientras tanto, Juan estaba dispuesto a reducir al borracho apenas hiciera el menor movimiento violento.

—¿Qué has estado bebiendo? —preguntó el anciano con sus ojos chispeantes.
—He bebido sake y ése no es asunto tuyo —vociferó el borracho.
—¡Oh, muy bien, muy bien! —replicó el anciano— ¿Sabes? A mi también me gusta el sake. Cada noche, mi esposa y yo (ella tiene setenta y seis años) nos bebemos una botella pequeña de sake en el jardín, donde nos sentamos en un viejo banco de madera...
Y luego siguió hablando de una pileta que había en su jardín y de las excelencias de beber sake en mitad de la noche.

A medida que iba escuchando al anciano, el rostro del borracho comenzó a dulcificarse y sus puños se relajaron:
—Sí... a mí también me gustan la piletas... —dijo con la voz apagada.
—Sí —replicó el anciano enérgicamente—. Y estoy seguro de que tienes una esposa maravillosa.
—¡No! —respondió el obrero—. Mi esposa murió...

Y entonces, sollozando, se lanzó a contar el triste relato de la pérdida de su esposa, de su hogar y de su trabajo, y se mostró avergonzado de sí mismo.

Cuando el metro llegó a su parada y Juan estaba saliendo del vagón alcanzó a ver cómo el borracho se acomodaba en el asiento y apoyaba su cabeza en el regazo del anciano.