4.2. DURANTE, el desencadenamiento del accidente:
En el desencadenamiento de un accidente existen las fases de:
Percepción,
Decisión y de
Conflicto.
4.2.1. FASE DE PERCEPCION:
Es aquella donde el conductor o usuario advierte la presencia de un peligro potencial, esencialmente se compone de dos puntos el punto de percepción posible y el punto de percepción real.
4.2.1.1. Punto de percepción posible: es aquel que esta ubicado en el plano de la trayectoria, depende de la visibilidad que corresponde a un espectador perfectamente atento que pueda percibir, reconocer y valorar el evento. A veces, el Punto de Percepción Posible puede coincidir con el Punto de Percepción Real.
4.2.1.2. Punto de percepción real: es el que auténticamente corresponde a aquella persona que incluida en el evento percibe, reconoce y valora realmente el peligro de accidente. Estará sujeto éste, al peligro de atención y a la presencia de factores físicos, psíquicos, psicosomáticos o sensoriales que pueden influir, en la valoración de los actos.
El Punto de Percepción Real puede depender de reflejos motivados por sensibilidad especial o por la práctica de los valores viales, produciéndose una rápida respuesta al estímulo, generalmente visual, sin que haya una percepción real.
El área de percepción corresponde al espacio que media entre Punto de Percepción Posible y el inicio de las maniobras destinadas a evitar el evento. Dentro de ella se encontrará el Punto de Percepción Real.
El reconocimiento de las emociones ajenas (22)
La conciencia de uno mismo es la facultad sobre la que se erige la empatía, puesto que, cuanto más abiertos nos hallemos a nuestras propias emociones, mayor será nuestra destreza en la comprensión de los sentimientos de los demás.
Esa capacidad, que nos permite saber lo que sienten los demás, afecta a un amplio espectro de actividades (desde las ventas ambulantes hasta la dirección de empresas, pasando por la compasión, la política, las relaciones amorosas y la educación de nuestros hijos) y su ausencia, que resulta sumamente reveladora, podemos encontrarla en los psicópatas, los violadores y los pederastas.
No es frecuente que las personas formulen verbalmente sus emociones y éstas, en consecuencia, suelen expresarse a través de otros medios. La clave, pues, que nos permite acceder a las emociones de los demás radica en la capacidad para captar los mensajes no verbales (el tono de voz, los gestos, la expresión facial, el ajuste emocional, la popularidad, la sociabilidad y también la sensibilidad).
Quienes son mas capaces de leer los mensajes emocionales no verbales no sólo gozan de mayor popularidad sino que también presentaban una mayor estabilidad emocional y un mayor rendimiento.
Una regla general afirma que más del 90% de los mensajes emocionales son de naturaleza no verbal (la inflexión de la voz, la brusquedad de un gesto, etcétera) y que este tipo de mensaje suele captarse de manera inconsciente, sin que el interlocutor repare, por cierto, en la naturaleza de lo que se está comunicando y se limite tan sólo a registrarlo y responder implícitamente. En la mayoría de los casos, las habilidades que nos permiten desempeñar adecuadamente esta tarea también se aprenden de forma automática.
Cuando Ana, una niña de apenas nueve meses de edad, vio caer a otro niño, las lágrimas afloraron a sus ojos y se refugió en el regazo de su madre buscando consuelo como si fuera ella misma quien se hubiera caído. Miguel, un niño de quince meses, le dio su osito de peluche a su apesadumbrado amigo Pepe pero, al ver que éste no dejaba de llorar, le arropó con una manta. Estas pequeñas muestras de simpatía y cariño son manifestaciones empáticas.
También es frecuente que, si un niño se lastima los dedos, otro se lleve la mano a la boca para comprobar si también se ha hecho daño.
Después del primer año, cuando los niños comienzan a tomar conciencia de que son una entidad separada de los demás, tratan de calmar de un modo más activo el desconsuelo de otro niño ofreciéndole, por ejemplo, su osito de peluche. A la edad de dos años, los niños comienzan a comprender que los sentimientos ajenos son diferentes a los propios y así se vuelven más sensibles a las pistas que les permiten conocer cuáles son realmente los sentimientos de los demás. Es en este momento, por ejemplo, cuando pueden reconocer que la mejor forma de ayudar a un niño que llora es dejarle llorar a solas, sin prestarle atención para no herir su orgullo.
En la última fase de la infancia aparece un nivel más avanzado de la empatía, y los niños pueden percibir el malestar más allá de la situación inmediata y comprender que determinadas situaciones personales o vitales pueden llegar a constituir una fuente de sufrimiento crónico. Es entonces cuando suelen comenzar a preocuparse por la suerte de todo un colectivo, como, por ejemplo, los pobres, los oprimidos o los marginados, una preocupación que en la adolescencia puede verse reforzada por convicciones morales centradas en el deseo de aliviar la injusticia y el infortunio ajeno.
La sintonización constituye un proceso entendido que marca el ritmo de toda relación.
La mentalidad del agresor (23)
Por desgracia, las personas que cometen los delitos más detestables suelen carecer de toda empatía. Los violadores, los viciados y las personas que maltratan a sus familias comparten la misma carencia psicológica, son incapaces de experimentar la empatía, y esa incapacidad de percibir el sufrimiento de los demás les permite contarse las mentiras que les infunden el valor necesario para perpetrar sus delitos. Estas mentiras tal vez adoptan la forma de pensamientos como «a todas las mujeres les gustaría ser violadas» o «el hecho de que se resista sólo quiere decir que no le gusta poner las cosas fáciles», «si no quisiera hacer el amor conmigo tratara de evitarlo» o «yo no quiero hacerle daño, sólo estoy mostrándole mi afecto», o bien «ésta es simplemente otra forma de cariño», «si no sufre ninguna violencia física, no le estoy haciendo ningún daño». Por su parte, el padre que pega a sus hijos posiblemente piense «ésta es la mejor de las disciplinas». Todas estas justificaciones, son las excusas que se repiten cuando violentan a sus victimas o se preparan para hacerlo.
Y todo esto se realiza como si la víctima careciera de sentimientos; muy al contrario, el agresor no percibe esos verdaderos sentimientos (asco, miedo y rechazo) porque, en caso de hacerlo, podría llegar a arruinar sus planes y, en cambio, cree que hay una actitud cooperante de la víctima.
Los agresivos también suelen ser mentirosos incorregibles dispuestos a manipular cínicamente las emociones de sus victimas y a decir lo que sea necesario con tal de conseguir sus objetivos. Consideremos el caso de Jorge, un adolescente de diecisiete años, integrante de una pandilla, que causó la muerte de una mujer y de su hijo en un atropello que él mismo describía con más orgullo que pesar. Mientras se hallaba conduciendo un coche junto a Roberto, quien estaba escribiendo un libro sobre las pandillas de la ciudad, Jorge quiso hacer una demostración para Roberto. Según relata éste, Jorge «pareció enloquecer» cuando vio al «par de tipos» que conducían el automóvil que iba detrás del suyo. Esto es lo que dice Roberto acerca del incidente:
«El conductor, al percatarse de que alguien estaba mirándole, echó entonces una mirada a nuestro coche y, cuando sus ojos tropezaron con los de Jorge, se abrieron completamente durante un instante. Entonces rompió el contacto visual y bajó los ojos hacia un lado. No cabía duda de que su mirada reflejaba miedo.
Entonces Jorge hizo una demostración a Roberto de la fiera mirada que había lanzado a los ocupantes del otro coche: Me miró directamente y toda su cara se transformó, como si algún truco fotográfico lo hubiera convertido en un aterrador fantasma que te aconseja que no aguantes la mirada desafiante de este chico, una mirada que dice que nada le preocupa, ni tu vida ni la suya.»
Los maridos que muestran una crueldad brutal constituyen un caso aparte entre los hombres que maltratan a sus esposas. Como norma general, también suelen mostrarse muy violentos fuera del matrimonio, suelen buscar pelea en los bares o están continuamente discutiendo con sus compañeros de trabajo y sus familiares. Así pues, aunque la mayor parte de los hombres que maltratan a sus esposas actúan de manera impulsiva —bien sea movidos por el enfado que les produce sentirse rechazados o celosos, o debido al miedo a ser abandonados— los agresores fríos y calculadores golpean a sus esposas sin ninguna razón aparente y. una vez que han empezado, no hay nada que éstas puedan hacer —ni siquiera el intento de abandonarles— para aplacar su violencia.